domingo, 26 de abril de 2015

Tic-tac R.I.P.

Hace no tanto, el tic-tac de los relojes mecánicos acompañaba casi todo el tiempo.  También nos acompañaba a nosotros, claro, pero no había casi tiempo sin tic-tac.  Desde el tic-tac acompasado de los péndulos avanzando a paso de hombre hasta los suaves pasos de hormiga de los relojes pulsera, pasando por el enloquecedor galope de los despertadores.  Desde mi cama de niño incluso podía escuchar el péndulo de torsión de un reloj de madera (réplica ornamental de un modelo de antaño, de una sola aguja) partiendo el tiempo de las noches largas con sus pausados hachazos.

Pero desde la consabida irrupción del cuarzo asiático (que hizo tambalear a los gigantes hijos de Wilhelm Tell) los tic-tacs se han ido silenciando paulatinamente, y el tiempo es nuevamente capaz de transcurrir en silencio.

El tiempo pasó de medirse en lunas y fogatas a medirse con sombras, gotas de agua y granos de arena.  Y luego, con agujas y engranajes sonoros.  Si ese cambio lo deshumanizó y mecanizó, al menos lo hizo concreto y palpable, casi material: caminaba con nosotros hacia adelante, hacia el fondo al que todos caminamos.  Ahora corre otra vez silencioso, pero no es arcaico.  Se ha convertido en un fluido fantasmal que se manifiesta en heladas fosforescencias y mudos puntitos que aparecen y desaparecen.

Ahora que las parcas han dejado de tejer y cortar hilos y han pasado a ser espectrales banqueros que acreditan y debitan (mediante transferencias electrónicas) de la cuenta de nuestra vida, ¿es de extrañar que el tiempo se nos haya vuelto hostil y que la muerte nos aparezca más inhumana, ajena y traicionera?

martes, 16 de noviembre de 2010

Aire

Siempre vivió de alguna manera preocupado por el aire, pidiendo más aire.

Para cambiar de aire se fue España. Conocio a una gallega que trabajaba para Greenpeace y juntos recorrieron el mundo haciendo campaña por energias limpias, para conservar limpio el aire que todos respiramos.

Pero la relación lo asfixió. El carácter fuerte de ella y alguna tendencia a los celos lo empujó a seguir su camino solo: "necesito aire".

Volvió. Consiguió trabajo en una imprenta que funcionaba en un sótano. Pero aguantó poco el aire húmedo y cargado de vapores y se fue a probar suerte a la costa, donde pudiera disfrutar del aire de mar. Trabajó bien durante el verano vendiendo globos de gas en la playa. Pero al terminar la temporada el negocio se quedó sin aire.

Se fue a la montaña, a Cuyo. A un lugar retirado, a vivir con lo mínimo y a disfrutar del aire de montaña y de su recién descubierta pasión por el andinismo.

Y recién ahora, cuando sólo encuentra aire bajo sus pies, se da cuenta de la falta que hacen los otros tres elementos.

lunes, 25 de octubre de 2010

Sensación

Demasiado seguido sucede
que todo pende de cosas más frágiles que un hilo
una palabra, un perfume
una hoja de otoño o un papel amarillento
cosas así
así de inofensivas
así de terribles.

lunes, 7 de junio de 2010

Una tarde

Esperar en vano
y llover entero
y beber el cielo
y vaciar el frasco de los recuerdos
gota a gota
como si no importara.

martes, 25 de mayo de 2010

Fontane di Roma

Sucedió que, mucho antes que Cortázar, hubo varios que descubrieron o sospecharon que existe un íntimo corazón acuoso que anima desde abajo a todas las fuentes de Roma. Entendieron de golpe cómo es que se sostienen, qué influencia evita que decaigan y se pierdan irreparablemente, qué fuerza misteriosa impide que se desintegren de manera irremediable para terminar en ruinosos montones de piedra y sal.

Se comprende que desde entonces vivieron para y por ese misterioso ente pulsátil. Se instalaron alli y dedicaron todo el tiempo posible a tratar de localizar el corazón, a escucharlo, a medirlo, a tocarlo, a sentirlo, a entender sus ritmos y latidos, a vivir sus tiempos variables pero seguros.

O tal vez no se comprende en absoluto. Después de todo, lo más razonable es suponer que no hay tal cosa. Las aguas no laten. Cada fuente tiene un destino separado de las demás. No hay ninguna influencia misteriosa que sostenga los aparentemente incansables chorros de agua.

Así se les explicó con claridad a estas personas. Pero ya sea porque el alma tiene razones que la razón no comprende, ya sea simplemente porque el alma no entiende razones de ningún tipo, aquel grupo de buscadores del corazón de las fuentes persistió en sus propósitos. Y consiguieron aún persuadir a otros, de modo que cuando los primeros se hicieron demasiado ancianos para manejar pico y pala y para descender bajo tierra y moverse entre galerías siempre húmedas y oscuras, hubo quien los reemplazara. Y los buscadores perduraron por años y años, y perduran todavía.

En vano se les repitieron una y otra vez las razones de lo absurdo de tal empresa. En vano se intentó hacerlos razonar. "Pero esa música", decían. Es imposible discutir con esas gentes. "Esa música". Y el canto que vive en la música.

De modo que ellos persistieron en su empresa. Y así hicieron cosas sublimes. E hicieron cosas despreciables.

Hoy en día, es imposible vivir en Roma. Un puñado de fuentes desperdigadas entre un montón de escombros. Casi imposible desplazarse de un punto a otro. Barro por doquier. Casas prácticamente aisladas unas de otras. Disputas feroces entre distintas facciones de los buscadores.

Aún así, sigue habiendo gente que va a vivir a Roma y se une a los buscadores. Incomprensible.

Es posible visitar Roma y hablar con los buscadores. Algunos son muy amables y conversadores, y se puede hablar con ellos durante horas. La visita vale la pena. Pero los buscadores siguen siendo inexplicables. Si se les pide razón de su búsqueda, suelen comenzar con explicaciones que ellos mismos reconocen insatisfactorias. Presionados, se limitan a señalar las fuentes. "Esa música...", dicen.

martes, 20 de octubre de 2009

Lo que sé

Entre tantas cosas que no sé, sé algunas cosas.

Yo sé leer, andar en bicicleta, sentir el viento en la cara y mirar la lluvia. Sé (en algunas mañanas grises) caminar despacio rodeado del crujido de las hojas secas.

Sé pasar horas delante de una computadora, trabajando y no. Sé cantar una canción de cuna. Sé esperar, a veces, y, a veces, perseverar.

Yo sé mirar el cielo algunas tardes de invierno, cuando esta muy celeste y afuera sopla un viento frío como la soledad. Sé mirar el cielo algunas noches de verano, cuando las estrellas invitan a hacerse preguntas.

Sé usar palabras difíciles, como ergodicidad, aunque no sepa usar palabras fáciles, como gracias. Sé que he tenido mas suerte que la mayoria. Sé ver lo que está mal sin saber hacerlo bien.

Supe otras cosas que los años me han quitado. Supe jugar a la pelota, buscar caracoles. Supe ver los meses y los días de la semana. Supe de autos, de fútbol, de estrellas asombrosamente viejas y lejanas. Supe cosas que ni recuerdo haber sabido. Y supe soñar y creer en Dios y en la bondad de los hombres.

Hoy sé lo que experimenta el que se siente aplastado por un mundo demasiado grande para su inteligencia.

Sé que las cosas no son de una manera, sino que están de una manera.

Sé que casi todo es inútil.

Y sé que en algún lado, muy lejos, hay una parte de mí que se que ha quedado sola para siempre.

jueves, 5 de febrero de 2009

Cuento sin torre y sin princesa

Era entrada ya una noche tibia de primavera en La Habana. Con voluntad, determinación y celeridad del todo ajenas a la noche, a la primavera y a La Habana, un caballero caminaba las calles del Vedado. Alejado de la zona más frecuentada por los turistas, marchaba decidido hacia el Malecón por una calle casi desierta.

Una mujer de unos veinticinco años (y no era fea) caminaba en dirección opuesta con paso rápido como el suyo y por la misma vereda. Él apenas la miró, pero cuando se cruzaron, ella lo tomó por un instante del brazo (y era bonita) y le preguntó la hora. Se separaron en seguida, pero durante aquél instante, con su mano tibia ella se había aferrado a él con urgencia, con ansiedad, con angustia casi, como si en lugar de preguntar la hora hubiera preguntado por la hora de su muerte. El caballero caminó unos pasos, mientras la urgencia y la ansiedad y la tibieza le subían hasta el hombro. Se detuvo, se dio vuelta.

La muchacha (y era muy bonita) se había dado vuelta un instante antes, y su pollera, larga hasta los tobillos y clara y amplia y leve, giraba todavía, retrasada respecto de su dueña después de la brusca media vuelta. Entonces ella (y era hermosa), con mirada suplicante y voz de princesa encerrada en la torre más alta dijo:

-- ¡Llévame! -- y la brisa que precisamente llegaba desde el Malecón movió justo a tiempo sus cabellos negros y algo ondulados, despejando su cara apenas morena y sus bellísimos ojos negros.

¿Acaso necesita un caballero algo más para desmontar inmediatamente, trepar sin demoras hasta la ventana de la torre y allí mismo desfacer entuertos (faciendo quizás algún otro en el apuro)? Y nuestro caballero, instantes antes tan apurado, montaba, sí, el potro de la sensibilidad, el deseo y la decisión. Pero portaba también (¡ay!) la armadura de la experiencia, el esceptisimo y la desazón. De modo que cesó la brisa, y giró ella y giró luego la pollera, siguiéndola obediente, y marcharon las dos tierra adentro a estrujar otros brazos y desmontar otros cabablleros, porque él, con indiferencia, con fatalismo, con íntima tristeza, dijo solamente:

-- Once y cuarto.